“Supo la historia de un golpe,
sintió en su cabeza cristales molidos,
y comprendió que la guerra era la paz del futuro, lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida…”

                    el elegido: silvio rodríguez

 El Sacrificio

“Pasado el mediodía del 15 de octubre de 1914, se dirigía Rafael Uribe Uribe desde su casa -ubicada en la Calle 9ª.- al Congreso, y en inmediaciones del Capitolio, fue gravemente herido por dos hombres, Leovigildo Galarza Barragán y Jesús Carvajal Muñoz, quienes lo atacaron en la cabeza con dos afiladas hachuelas de carpintería. Ambos fueron detenidos rápidamente; entretanto el líder liberal luchó por sobrevivir, pero sobre las 2 de la madrugada del 16 de octubre falleció, a pesar los esfuerzos de reconocidos médicos como José Tomás Henao. La explicación de este crimen, como muchos otros en Colombia, quedó en puntos suspensivos”.  (Ana María Lara)

Por: Luis Zea Uribe 

15 de octubre de 1914.–  El hombre que participó en tres guerras civiles colombianas a finales del siglo XIX, derrotado en todas ellas; y que en la última, al deponer las armas juró que jamás volvería a empuñar ninguna, y que desde entonces dedicó su vida y sus esfuerzos al logro de la paz entre los colombianos, convencido de que el proceso democrático no podía ser estorbado con aventuras guerreristas, cayó aquel día herido de muerte por los golpes de hachuela que le asestaron a mansalva los sujetos Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal. El siguiente relato, de uno de los médicos que primero acudieron en su auxilio, describe el conmovedor final del jefe del Partido Liberal colombiano, suceso que cambió para mal el curso de nuestra historia al marcar el comienzo de una nueva etapa de violencia entre los colombianos, que aún en 2025 no termina:

El día 15 de los corrientes, cerca de una la una y media de la tarde subía yo, como tengo de costumbre, a mi consultorio de la carrera 6a, cerca del palacio de San Carlos. Al atravesar la plaza de Bolívar, por el costado sur, frente al capitolio Nacional, alcancé a ver alguna agitación en la esquina sureste de la referida plaza, en el punto en que la carrera 7a. corta con la calle 10.

En el momento de llegar vi personas que corrían por el costado oriental del Capitolio, y oí la voz del señor Juan Bautista Moreno Arango, quien me gritó: “Corra, doctor, que acaban de asesinar al general Uribe a hachazos y allá lo llevan para la casa”.

Sin averiguar detalles emprendí la carrera hacia la casa del herido. Crucé el zaguán, ascendí rápidamente la escalera y hallé al General Uribe Uribe instalado en la pieza que da frente al vestíbulo. El doctor José Tomás Henao, llegado unos segundos antes que yo, y en quien tenía un colega habilísimo para afrontar las exigencias del momento, lo atendía.

El general Uribe estaba recostado en las almohadas en desorden, y daba la impresión de un hombre a quien se hubiese metido de cabeza en una tina de sangre. Evidentemente no se daba cuenta de lo que le había pasado, y por un movimiento automático se llevaba la mano a la región del cráneo, donde parecía hallarse la herida principal.

El aspecto del rostro, a través de los mil hilos de sangre, era inconocible, con una palidez mortal de cera, por la abundante hemorragia. Tenía una contusión de segundo grado, en el pómulo derecho, que hacía asimétrica la fisonomía y desfiguraba la expresión; de una herida linear situada en el pómulo izquierdo y causada con instrumento cortante, se desprendían varios chorros rojos que caían sobre el pecho e impregnaban los vestidos.

Sin cuello, desabrochado, con el borde de sus ropas de paño y aun el de la casa retirados hacia los hombros, mostraba un busto vacilante y pálido; y agitaba la cabeza de derecha a izquierda, como si no pudiese sostenerla. En la región frontal izquierda, cerca del nacimiento del pelo, existía una contusión grande, en donde la epidermis había sido dilacerada, lo cual hacía aparecer el punto herido como una mancha roja. La cabeza era un solo coágulo sangriento.

El General tenía sus cabellos naturalmente ensortijados y de cada uno de esos bucles chorreaba sangre. Al explorarle la cabeza para aplicarle la primera planchuela de algodón aséptico que llegó a nuestras manos, se notó en la región en que los parietales se juntan, y a una distancia igual de la coronilla y del nacimiento del pelo sobre la frente, una herida circular causada con instrumento cortante, que llegaba hasta el cráneo sin herir el hueso. Aquí la  lámina afilada había tajado los tejidos blandos. Sobre la región parietal derecha, llegando hasta la línea media, en esa parte en que el hueso toma un declive para articularse al occipital, en la vecindad de la coronilla había una amplia herida de bordes irregulares y gruesos, que era la que sangraba más.

Sin darnos cuenta exacta por lo pronto de la magnitud de la lesión, se aplicó en este sitio una gruesa capa de algodón aséptico y se comprimió fuertemente. El doctor José María Lombana Barreneche, quien llegó desde los primeros momentos y llevaba un estuche de cirujano, me facilitó unas tijeras curvas, con las cuales empecé a cortar el pelo por su raíz, alrededor de la herida. Ya había llegado agua hervida. El doctor Henao y yo nos lavamos para hacer una exploración; la hemorragia se había contenido un tanto bajo el algodón que se sostenía con fuerza, pero el general se agitaba, se movía a un lado y a otro, se llevaba las manos a la cabeza y hasta trataba de incorporarse.

Sábanas, colchas, almohadas, todo lo que había tenido contacto con él, se hallaba teñido de escarlata. En uno de esos momentos se enderezó sobre el lecho, como buscando algo con las manos; se le adivinó el pensamiento y se le alargó un vaso de noche.

Pudo ponerse en pie, pero se notó entonces que tenía incoordinación en las manos y tambaleaba como quien va a caer. Fue sostenido por algunos de los circunstantes y se colocó nuevamente en el lecho, con los brazos a lo largo del cuerpo y en estado sincopal. Hasta estos momentos el aspecto del General no era el de un hombre en estado comatoso; hablaba a veces, pero monosílabos, frases inconexas, proposiciones sueltas, sin sentido completo. La cadena de su raciocinio normal había sido rota y solo se mostraban aislados eslabones. Le oímos decir: “¡pero, hombre…!”, “¡Sí, pues….!”, “¿Qué es esto?”, “¡Déjenme!”. La mirada era vaga, un tanto inmóvil, como la de una persona que bruscamente se encuentra en la oscuridad.

Al caer en el lecho, después del transitorio desmayo, con los ojos cerrados, estuvo unos pocos instantes, silencioso, pero empezó a agitarse nuevamente y a quejarse en alta voz. El doctor Henao y yo exploramos la grande herida. Con el índice se recorrió toda la extensión de la diéresis en los tejidos blandos; se recorrió el hueso y hallóse que el cráneo había sido roto, en dirección horizontal, lo que demostraba que el agresor no había asestado el hecha verticalmente, sino que había buscado uno de los lados de la víctima para herirla con mayor acierto y comodidad.

Los bordes de la sección ósea estaban a diferente nivel, y parecía que el segmento superior era más saliente que el inferior, sin poderse precisar cual de los dos era móvil. Esto nos hizo pedir por teléfono a la Casa de Salud del señor Manuel V. Peña, que a la mayor brevedad posible, en el término de la distancia, se trajese todo lo necesario para hacer una trepanación. Taponamos cuidadosamente con gasas la herida, se aplicaron nuevas planchuelas de algodón y se envolvió la cabeza del herido en vendajes de urgencia.

El pulso del paciente había sido al principio amplio y lento, pero desde hacía un rato se había tornado depresible y aumentaba en rapidez. En cuanto a él, estaba muy poco tranquilo; se agitaba de cuando en cuando para llevarse la mano a la cabeza, se quejaba ruidosamente con la sílaba “¡uh…uuuh!”… y hablaba: “Informes del Estado Mayor…”, “Por el orden de los acontecimientos… se deduce… seguido…”, “Yo creo, señor Presidente…”, etc.

En ocasiones parecía despertar de su atolondramiento, miraba en torno y trataba de volverse boca abajo en la cama.. Se le ofrecía agua que pasaba a grandes tragos, con avidez. Se habló de darle trozos de hielo o agua con Brandy, pero el dijo con voz fuerte y bien timbrada: “Agua pura para calmar la sed…”. Se le incorporó un tanto, se le presentó una vasija llena de agua fresca y apuró… apuró hasta saciarse. Luego se dejó caer pesadamente sobre el lecho y continuó quejándose.

Por la tarde, entre las cinco y las seis, se le inyectó por vía intravenosa una gran cantidad de suero isotónico de Hayem, cerca de setecientos cincuenta gramos, y con esto, y seguramente porque ya las otras aplicaciones estaban correspondiendo a su objeto, empezó a dar señales de una reacción favorable.

Volvió a quejarse; el pulso se hizo perceptible y aun tornó a hablar. Lo que decía en tales momentos, indicaba una incoordinación completa. Largas frases de palabras ininteligibles, terminadas a veces por sílabas estoglósicas, la-rala-lara… que se ahogaban en su garganta en un murmullo.

De pronto llamó con voz fuerte a su señora esposa: “¡Tulia! ¡Tulia!”. A mí me parecía que éstas eran voces automáticas, inconscientes, y aun fui de opinión que no llamaran a la pobre señora, que se moría de dolor en una alcoba apartada; pero alguna persona intervino, y la esposa del general, loca de pena, ahogada por las lágrimas, entró a poco momento: “¡Hijo querido, aquí estoy! ¡Yo soy! ¿Cómo te sientes? ¿Qué deseas?” El General vaciló un instante y luego exclamó con voz sonora: “¡Yo que voy a saber!!”. La señora fue retirada discretamente del cuarto.

Tres mil gramos de suero en inyecciones subcutáneas e intravenosas: inyecciones macizas de aceite alcanforado, cafeína, estricnina, pituitrina, agua con Brandy, más los cuidados de multitud de médicos y de practicantes que estaban al pie del lecho, no habían logrado mejorar la situación.

La hemorragia estaba virtualmente contenida, pero a pesar de ello la herida de la masa cerebral y la abundante pérdida de sangre anterior, habían determinado la inhibición de los centros que regularizan la contracción cardíaca, y el pulso volvía a perderse, sobre todo en la radial izquierda, pues en la radial derecha se conservó por algún tiempo más sensible.

Asesinos Galarza y Carvajal

Después de practicada la operación y probablemente a consecuencia de la compresión que determinaban las gasas aplicadas sobre el cerebro, se notaron convulsiones fuertes, especialmente en los miembros inferiores.

De pronto largas tiradas de frases inconscientes, quejidos largos, ruidosos y lastimeros. En uno de estos momentos el doctor Putnam, que se hallaba a la cabecera del lecho, le dijo: “¿Sientes dolores, Rafael?”, y él contestó con voz timbrada todavía: “¡Figúrate si no!”.

Cerca de las dos de la mañana, y cuando aquella situación de angustia inenarrable parecía sostenerse todavía, se agitó un instante y gritó tan recio que pudieron oír desde apartadas alcobas: “¡Lo último! ¡Lo último!…¡Lo último!”. Sobrevino una regurgitación y luego un estertor traqueal; poco después expiró.”

Pero después de Rafael Uribe Uribe, cayeron víctimas de las  balas del odio, del revanchismo y del sectarismo que nos consume a todos, miles y miles de líderes populares que nadie recuerda, y figuras políticas como Gaitán, Pardo, Galán, Jaramillo, Pizarro, Gómez, a quienes las fuerzas semioscuras del poder matan por representar otros ideales.

Estamos en 2025 y ahora somos más feroces y voraces…monstruos!

Martirio…

Cerrar los ojos y meternos en la piel de quien sufrió los horrores del dolor causados por los perros de la guerra, aunque sea por un instante, podría aniquilarnos moralmente o quizá despertarnos de la estúpida vida que obliga a correr sin parar, en busca de algo que nos permita mantener a flote la existencia que llevamos. Desde el más allá, un adolorido fantasma narró su sangriento y doloroso final… cualquier parecido con la realidad, es la realidad.

Colombia cualquier año, mes, día, segundo, instante, cualquier aliento.- Al escuchar como tumbaron la puerta del vecino y oír los gritos de las mujeres y las niñas al ser violadas repetidamente por hombres armados, supe que mi vida estaba a unos minutos de acabar. En la oscuridad de la noche besé a mi mujer y a mis hijas y les pedí que se escondieran. El pánico se había apoderado de todos mis sentidos y al girar para encarar lo que viniera, la puerta de la casa cayó a mis pies, y el instante siguiente se transformó en el principio de mi fin.

Un culatazo en el estómago me dejó sin aire. Las rodillas se doblaran y cuando apenas estaba asimilando el golpe, la punta de una bota se estrelló en mi cara fracturando el pómulo izquierdo y la nariz. Mi mente estaba en blanco. El corazón estaba apunto de estallar. Los gritos y el llanto de mi mujer y mis hijas me atravesaban el alma. Nada podía hacer para protegerlas como lo hice siempre.

Varios hombres las atraparon y las violaron allí mismo como animales, mientras me ataban las manos a la espalda, obligándome a mirarlo todo. La ira, la impotencia, el dolor y el miedo a la presencia de la muerte vestida de paracos, enloqueció mi mente. Y entonces les grité asesinos hijueputas! Cobardes malparidos! Bestias del demonio! Y quise vociferar que el infierno les esperaba, pero el brutal culatazo de un fusil me rompió la quijada, los dientes y la boca.

Enlazado por el cuello con una cuerda que me asfixiaba, fui arrastrado hasta el matadero municipal como un cerdo, empujado frente a decenas de pobladores obligados también a salir de sus viviendas, tragándome mi propia sangre y oyendo el desgarrador gemido de los míos.

Arrodillado en el piso de cemento, con su rostro bañado en sangre, estaba mi vecino.

Igual que un novillo, fui atado por los tobillos con las cadenas del matadero y luego me izaron como una bandera rota y sangrante. El dolor era insoportable. Con la cabeza a centímetros del suelo y las manos atadas atrás, empecé a girar en el aire lentamente, manando sangre por la cara y la boca.

Los hombres empezaron a patear mi rostro y la cabeza como un balón de fútbol, mientras me gritaban “guerrillero hijueputa, te vas a morir”. Lo primero era mentira y lo segundo ya lo sabía. Un paraco negro y grande, el más cobarde de todos, preguntó: “¿está bien amarrado ésta gonorrea?” Y cuando así lo entendió, sacó un enorme cuchillo de guerra, lo puso frente a mí, me tomó del pelo y luego me sacó el ojo izquierdo cortándome lenta y dolorosamente toda la fosa. Me desmayé ahogado en gritos que alcanzaron a ser escuchados desde mi casa.

Me despertaron inmediatamente con puñaladas en los glúteos y piernas. Apenas lo notaron, el mismo negro cortó de un tajo mis orejas y entre varios me cercenaron la lengua. Ya era un monstruo sin pensamientos, y lo único que me quedaba intacto era la sensibilidad al dolor y esto lo sabían mis verdugos, que después fracturaron y cortaron cada uno de mis dedos.

Creí que no había lugar para más padecimiento, y fue entonces cuando escuché el motor de la sierra y sentí como penetró la carne desprendiendo mis brazos de los hombros, en una orgía de padecimiento indescriptible. Antes de morir desangrado, el mismo cobarde me abrió el estómago y cortó la garganta. Entonces llegó el silencio en compañía de la paz eterna y floté al otro lado de mi carne escapando para siempre de la vida.

Desvanecidos en el aire:

A estas tragedias de sangre, se suma con todo rigor otra intensa acción paraestatal: la desaparición forzada. Jóvenes trabajadores de la cultura, voceros de agremiaciones campesinas, activistas de izquierda, sindicalistas, intelectuales, periodistas y maestros, son incluidos en tenebrosas listas negras dictadas desde la semioscuridad por fuerzas que dicen proteger la institucionalidad nacional.

Entonces el país observa en silencio y sin ningún análisis, los rostros angustiados y humillados de los padres y familiares de quienes a diario se desvanecen en el aire, ante los ridículos esfuerzos de las autoridades para no resolver ninguna de las casi 127.000 desapariciones. La desaparición forzada enferma y seca el alma de unas familias que además se convierten en blanco de amenazas y retaliaciones.

Hace meses, algún medio informó como en el centro de Bogotá, al empezar la noche, un joven fue retenido por hombres vestidos con overoles negros, y uno de ellos, radio en mano, contactó a una camioneta con vidrios polarizados a la que fue subido el muchacho que de inmediato se enfrentó a unos misteriosos verdugos que en los minutos siguientes determinaron su muerte.

Lo que sucedió al interior del vehículo es difícil de asimilar, pero nuestra intención es describir lo imaginable: el joven tirado en el piso de la camioneta fue recibido a gritos y a cachazos que rompieron su cabeza. Vendado y con las manos atadas a su espalda, sintió una lluvia de puños y patadas en la cara, en el estómago y en los testículos, mientras aquellos agentes de la muerte lo acusaban de terrorismo y pedían contactos personales.

La sangre corría por su cara y en medio de este escenario, el muchacho sintió que su insipiente vida sería arrebatada por una mafia de criminales que desde siempre se han conocido como “la mano negra”. La golpiza termina cuando la 4X4 se estaciona en una solitaria carretera perimetral de la ciudad, conocida perfectamente por este grupo. Al joven lo arrastran fuera del automotor y sin mediar palabra le disparan en la cabeza acribillando todos sus sueños”.

Al otro lado de la historia, en un populoso barrio situado en las colinas del sur de la ciudad, la madre del joven asesinado, sin saber aún lo acontecido, deja sobre la precaria estufa de gas un plato de arroz con garbanzos y una salchicha, cubierto con otro plato, acompañado de un pocillo de agua de panela fría con limón.

Entre tanto, el entorno de la joven víctima seguía vivo y dinámico. A esa hora sus amigos se cansaron de esperarlo para jugar el partido de banquitas de todos los viernes. Su amiga Johana, compañera de amor, sexo y diversión, insistía en localizarlo a través del celular. La taberna del barrio donde se refrescaban con cervezas frías después del partido, al igual que la academia de teatro en la que se formaba no sólo como actor, sino intelectualmente, nunca más lo volverían a tener.

En su casa, su cuarto, aún revuelto por el desorden que da la prisa, inició el duro camino de la soledad, y los libros de poemas y las novelas de Cortázar y Gamboa, que le prestó su profe de expresión corporal, apagaron su encuentro en diferentes páginas. Desde ese día, el sol y la luna, el frío y la tibieza, el gozo y el dolor, fueron la misma cosa para su acongojada madre.

Simultáneamente, los asesinos llegaron a sus respectivos hogares, besaron a sus esposas e hijos, durmieron como nunca y continuaron la vida como si nada hubiese ocurrido… son monstruos de la naturaleza humana.

Aquí, en Colombia, escenario perfecto que nos regaló la vida para crecer y existir plenamente y país que nos alegra con su amplia gama de colores musicales, acentos y paisajes, episodios de muerte como estos ya no inmutan a nadie, en especial cuando ningún organismo puede cuantificar con precisión el número de víctimas producidas por las masacres y desapariciones, que incluso son aprobadas con ligereza por muchos seres urbanos, vacíos de información y sentimientos.

Pero el momento atroz de la muerte viene tocando a la puerta de miles de los nuestros desde hace ya muchos, muchos años, sin que exista una verdadera acción oficial, pública o privada decidida a contener tan dolorosos crímenes. Aquí la violencia y la muerte inspiran discursos vacíos  y promueven el nacimiento de banderas politiqueras.

Sobre un infinito mar de testimonios reales, se extiende un camuflaje mayor que impide su debida difusión. Y entonces lo que es una verdad de llanto negro, se intenta transformar sistemáticamente en leyendas ridiculizadas y minimizadas por los poderosos de siempre…Pero sí,